Hay muchas direcciones. No solamente estilos, estéticas, resultados finales, modelos terminados. Ese rol, la dirección escénica, también puede ser un motor para el encuentro de un mundo desconocido. Las herramientas son múltiples y la fábrica teatral ubica a la dirección como la gran ordenadora, en una buena medida a partir de un texto que demanda una cantidad de ideas y estrategias de presentación y/o representación.
Pero también la dirección puede ser una brújula alterada que intuye el camino hacia la obra y que puede concebir su textualidad en el proceso. Es decir, la dirección también puede dirigir la escritura del guión escénico, cuya llegada ordenará el sedimento de exploraciones de su equipo creativo. Una escritura que se autodestruirá cuando la obra toque el espacio y aparezca después de un recorrido de abundantes especulaciones y disfrute. Otro gran ordenador es el público. A qué público está dirigida la propuesta. Acompañados de quiénes van a acudir a la obra. Con qué expectativas. A buscar qué cosa. Qué van a hacer después. Ese encuentro va a modificarlo todo. El tiempo de vida de la obra dependerá de lo esponjoso del material, de todo lo que pueda ensancharse en ese diálogo fundamental.
El teatro dirigido a las infancias es, por lo general, una experiencia para niñes acompañades de mayores, que les tienen a su cargo, bajo su responsabilidad. Y es un evento que invita al auditorio a observar un modo de funcionamiento del mundo, una manera de estar reunides. Tiene la singularidad de que muy probablemente sea una experiencia inaugural, la primera vez que asisten a este tipo de ceremonia. Una especificidad y una emoción. Quizá hayan presenciado o participado de un acto escolar, hayan ido a una iglesia o participado de un evento deportivo. Pero por lo general, en el teatro para las infancias, siempre habrá alguien en el público que está asistiendo por primera vez a una obra de teatro.
En mi experiencia de padre de Violeta, recuerdo que cuando era muy chica la llevé a ver El salpicón, una obra hermosa de Hugo Midón. Ni bien empezó, Violeta no miraba el escenario. Su atención se desplazó a un costado de la sala y a unos parlantes enormes por los que salía la música a un volumen al que no estaba acostumbrada. Bueno, se puso a llorar. Yo no podía explicarle la convención de que esas personas que se movían en el escenario con trajes coloridos emitían sonidos mediados por una consola y que desembocaban en esas cajas laterales. Y tenía que aliviar el miedo o el impacto físico que le produjo.
Salimos un momento de la sala y volvimos al rato. En el reingreso, Violeta no se sentó obediente en su butaca y con una amiguita hicieron uso de todo el espacio. Caminaban, miraban a la gente, y finalmente se acercaron al escenario todo lo posible, para terminar hechizadas por ese elenco maravilloso. Tuvieron que acostumbrase al estruendo, a toda esa gente reunida y a esos seres que actuaban raro. El teatro es un lugar extraño. Hay un ida y vuelta, pero la emisión es unilateral y desproporcionada. Y en el teatro para infancias la invitación al silencio es imposible. Hay mayores que explican cosas, que invitan a focalizar en ciertos detalles, niñes que gritan o caminan o señalan o duermen o bailan o lloran. Es también una situación escénica privilegiada si se compara con las configuraciones adultas del silencio teatral, que nunca es tal, pero que se presenta como el ideal. No es una escena posible la de Alicia Berdaxagar taconeando el escenario de la Martín Coronado, interrumpiendo el texto de El último yankee de Arthur Miller para evidenciar con furia a un espectador impertinente que habla “por teléfono” (dice ella). Pueden buscar en youtube esa escena memorable con esas referencias.
El teatro para infancias se abre paso en el ruido del mundo sin tratar de apagarlo. Y muchas veces, al contrario, propiciando ser partícipes de un ruido, de un sonido o de una música común. A la hora de proponerme hacer una obra en la que sea posible que acudan niñes con sus mayores a cargo, me reuní con los primeros impactos de mi vida escénica: Jim Henson, Tex Avery, Pipo Pescador, Jerry Lewis, Chespirito, Batato Barea, Niní Mashall, Buster Keaton, Hugo Midón, Carlos Gianni, Steve Martin, Los Triciclosclós. Y Pixar. Esas experiencias fundaron el espectador niño que fui y el director niño que podía ser. En esas resonancias de alguna manera estaba todo. También el deseo de hablarle a ese niño. A su deseo, a su necesidad de alegría y, especialmente, a su dolor. Un ejercicio posible es preguntarnos qué vimos en aquellos primeros impactos y por qué nos deslumbraron al punto de teletransportarnos a otro mundo con reglas propias o totalmente desdibujadas.
El vestido de mamá es un libro de Dani Umpi y Rodrigo Moraes. Cuenta e ilustra la peripecia de un niño que juega y que en un momento descubre un vestido de su madre. El niño del cuento lo disfruta sin pedir permiso y un poco a escondidas, haciendo uso del placer por lo clandestino. Un día sale a la calle y se pone a llorar al recibir las risotadas burlonas de otres niñes. Los padres del niño protagonista descubren el secreto, no saben qué hacer (no son progres que leen Página/12, ni vieron ninguna obra de Hugo Midón). Pero aman a su hijo y finalmente le permiten que juegue con él. Me decía Dani Umpi que es un cuento sobre la libertad de las exploraciones infantiles. Algo tan simple como decir “dejen jugar a les niñes en paz”.
En 2016, Maruja Bustamante, en su rol de programadora de artes escénicas del Centro Cultural Rojas, me invitó a versionar El vestido de mamá. Me dijo que no tenía obligación de hacer una obra para las infancias. Yo nunca había dirigido para ese público, así que hice uso de esa libertad. Pensé en una performance en la que unes niñes se presentaban a un concurso de canciones compuestas a partir del libro. Esa idea se cayó: por temas legales de producción y porque no había ni mucho presupuesto ni mucho tiempo. Lo que quedó fue las ganas de hacer canciones. Siempre utilicé canciones, pero nunca había compuesto una para la escena. Invité a Guadalupe Otheguy a que compartamos ese rol compositivo y luego conocí a Pablo Viotti que terminó de darle a todo el sonido de la obra un marco espectacular. Gracias a todes elles (Maruja, Dani, Rodrigo, Guadalupe, Pablo) pude componer sobre el mundo de El vestido de mamá. Todo en tiempo récord, porque en menos de un mes estaban todas las canciones en su primera versión. Yo creo que el brillo de las canciones, su voluntad de comunicación, reemplazaban de alguna manera el rol de los dibujos de Rodrigo Moraes del cuento original. Porque los dibujos en los cuentos para niñes también invitan a participar, a relacionar y son un vehículo para poder nombrar.
Creo que todo salió muy rápido porque todo ya estaba ahí antes. Solo había que desenterrarlo y sin mucho esfuerzo. Una excavación amable. El vestido de mamá me dio la oportunidad de volver a ese niño espectador perplejo del mundo que alguna vez fui, revisitar esa angustia y esa fascinación. Y también al estado de vulnerabilidad e inseguridad de ser padre y no tener respuestas. Al menos poder acompañar a mirar y, en el mejor de los casos, construir algo nuevo y reconfortante durante un rato. Durante el rato que dura la obra. Hay una película, Roxanne (Fred Schepisi, 1987), en la que el protagonista (Steve Martin) es bombero y el mejor amigo de todo el pueblo. En una escena, un niño con sobrepeso no quiere bajar del techo de su casa porque sus amigos le dicen barbaridades. C.J, el personaje de Steve Martin, lo escucha con atención. Luego del relato del niño hace un silencio y le dice “mejor quedémonos acá un rato”. Se quedan los dos arriba del techo, juntando fuerzas para volver a pisar tierra firme. Siempre pienso en esa escena cuando toca acompañar a une niñe a observar el mundo.
Volviendo a El vestido de mamá: “Ser padres, ser madres. Sin la menor idea. De cómo se lleva adelante esa tarea”.
Tenía la ventaja de un texto que me permitía ampliar mis propias derivas. Y nunca jamás pensé la obra solamente para les niñes. Me resultaba imposible hacer ese ejercicio. Es más, me parecía más importante captar tempranamente la atención de los adultos. Y el modelo de construcción del guion tuvo más que ver con la escritura de una película de Pixar que con lo que yo entendía que era el teatro para infancias. Un universo de múltiples llamados de atención a las personas mayores. Era muy curioso observar a la platea de El vestido de mamá: en el momento en el que detectan que estaba dirigida a elles algo cambiaba. Dejaba de ser un entretenimiento para sus menores a cargo y entonces reían, lloraban, participaban como niñes. Y ahí algo cambiaba en les niñes. Había una simbiosis en el público, una escena que los contenía. Inexplicable y gozosa.
Como el teatro para infancias tiene un mercado que está asociado a la escolaridad, parece tener algunos límites de lo que se puede decir y lo que no. En este caso no teníamos esa censura implícita ni nada parecido. A veces el ejercicio de contradecir los preconceptos de un género puede ayudar a encontrar la identidad de una obra. El vestido de mamá terminó haciendo funciones para escuelas y un largo recorrido en salas públicas, independientes y una temporada en el Teatro Solís de Montevideo con charla pedagógica incluida. A fines de los años 80 había visto a un grupo de teatro, Los Triciclosclós, conformado por Daniel Aráoz, Carlos Sturze, Ricardo Streiff, Luis Aranosky y Sergio Coy [https://es.wikipedia.org/wiki/Triciclosclos]. Con el tiempo se convirtieron en un grupo musical, pero en ese entonces hacían de todo y también tenían su propuesta dedicada a les niñes. Los vi en la calle Guardia Vieja, en la puerta de la sala Babilonia, en el marco de un festival que se llamaba El Narizazo. No recuerdo de qué iba la obra, pero todo en ellos era salvaje, escatológico, punk e incorrecto. Y muy gracioso. Sus niñes espectadores deliraban de la risa. No había rastros de didáctica o domesticación en su propuesta. Ni era aleccionador, ni edificante. Estaban a años luz de la idea de dar un mensaje. Eran como los hermanos Marx salidos de Cemento y haciendo una obra para niñes. Verlos en acción me ayudó a correr los límites y prejuicios sobre qué se puede hacer y qué no en lo que hoy llamamos teatro para infancias.
Bastante tiempo después de la experiencia de El vestido de mamá, di con El arte queer del fracaso, un ensayo del académico estadounidense de Jack Halberstam que profundiza en lo que intuía acerca de la sofisticación de las películas de Pixar y las ideas sobre su público. Halberstam inventa una palabra, “Pixarvolt”, uniendo a la animación digital para todo público con el campo fértil de la revuelta: la alteración del orden público puesta en escena como una fantasía animada de ayer y hoy.
“Las películas Pixarvolt, a diferencia de sus rivales de cine de animación convencional y domesticado, parecen saber que su principal audiencia son niños y niñas, y también parece que han entendido que estos no se interesan por las mismas cosas que los adultos: los niños y las niñas no viven en pareja, no son románticos, y no tienen una moralidad religiosa, no tienen miedo a la muerte o al fracaso, son criaturas colectivas, están en un estado constante de rebelión contra sus padres y madres, y no son dueños de su territorio. Los niños y las niñas se tropiezan, son torpes, fracasan, se caen, se hacen daño; se lían con sus diferencias, no controlan sus cuerpos, no son responsables de sus vidas, y viven según unos horarios que no han diseñado. Las películas Pixarvolt ofrecen un mundo animado donde los pequeños/as triunfan, una revolución contra el mundo empresarial del padre y la esfera doméstica de la madre —de hecho, muy a menudo la madre simplemente ha muerto y el padre es débil (como en Robots, Monsters INC., Buscando a Nemo, y Vecinos invasores). El género en estas películas es variable y ambiguo (un pez transexual en Buscando a Nemo, un cerdo que se identifica con otra especie en Babe, el cerdito valiente); las sexualidades son amorfas y polimorfas (el homoerotismo de la relación entre Bob Esponja y Patricio, y del mundo hogareño de Wallace y Gromit); la clase está marcada claramente en términos de trabajo y de diversidad de especies; la capacidad corporal a menudo es un problema (la pequeña aleta de Nemo, el gigantismo de Shrek)”. (Halberstam, 2018).
Pienso ahora, agradeciendo la oportunidad de escribir sobre teatro para infancias -y teniendo solamente dos propuestas dedicadas a ese segmento-, en todos los públicos a los que la producción escénica no se dirige, no busca o no encuentra. Contrastar ese vínculo un poco tóxico dado por el género (o infantil, o comercial, o independiente, o etc.) para acceder a una zona de indagación y libertad. El experimento, las pavadas, la reconfiguración de los vínculos y el fracaso son el pan cotidiano de esos primeros años en los que el mundo es puntiagudo y prediseñado sin nuestro consentimiento.
¿Y qué pasa con los últimos años de la vida, si es que se tiene la oportunidad de llegar a viejo? ¿Por qué no hay un teatro para viejos? Para personas que ya no recuerdan o que no pueden seguir la cadena causal de un relato, como le pasa a Dory (la coprotagonista de Buscando a Nemo). La lista de personas a las que el teatro no les habla puede empezar acá mismo.
BIBLIOGRAFÍA
- Halberstam, Jack; 2021. Criaturas salvajes. El desorden del deseo. Madrid: Egales.
- Halberstam, Jack; 2018. El arte queer del fracaso. Madrid: Egales.
- Midón, Hugo; 2015. Teatro 1 y 2. Buenos Aires: Ediciones de la Flor.
- Umpi, Dani y Moraes, Rodrigo; 2011. El vestido de mamá. Montevideo: Criatura Editora.
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