Texto de Emiliano Dionisi publicado originalmente en Cuadernos de Picadero 45.

Sueño 1 (1)
Esta edición número 45 de Cuadernos de Picadero presenta una serie de artículos escritos por referentes de diferentes generaciones y latitudes que buscan constituirse como una caja de herramientas a las que echar mano a la hora de empezar a imaginar, escribir, dirigir o producir una obra de teatro para la niñez o la adolescencia. Pasen y lean.

(El autor de este artículo se ceba un mate, mira la hoja de Word en blanco, hace una respiración profunda y comienza a escribir a borbotones, sepan disculpar la vehemencia, si es que la hubiera).

¿Qué vamos a buscar al teatro? ¿Un rato de entretenimiento, un espacio de disfrute, recreación creativa? Objetivos para nada despreciables, pero nos estaríamos quedando cortos, como si nos fuéramos de una cena habiendo probado solo la entrada. El teatro nos ofrece lo que pocas veces se consigue con facilidad: la oportunidad de tener expuestos frente a nosotros nuestros más variados temas pendientes, incluso los que no sabíamos que teníamos hasta ese momento. Y el entorno nos obliga amablemente a prestarles toda nuestra atención sin pensar en el afuera, ni siquiera en el tiempo. Todo ahí adentro se subordina al evento, al objeto de apreciación que, por ser interpretado por nuestras subjetividades, resultamos ser nosotros mismos. Entonces salimos de la sala con una deuda: la de re-pensarnos. Quedamos como un río revuelto esperando que, con el tiempo, decante lo importante, lo que antes estuvo enterrado. Ahora, ¿cómo permitimos esto? ¿Cómo es que nos arrojamos tan insensatos a un acontecimiento que puede movilizarnos de tal manera con la inefable arma de la belleza? Es tan simple que resulta casi un milagro: El teatro es seguro. Bajo el ala de la ficción nos permitimos todo, incluso adentrarnos en nuestras zonas más incómodas. Acá todo es mentira, entonces resulta una magnífica oportunidad para revolver nuestras sombras sin la inquisidora presión de la verdad. El método es tan efectivo que lo hacemos prácticamente de la misma manera desde hace miles de años.

Entonces (el autor se ceba otro mate), si nosotros vamos a buscar al teatro semejante experiencia porque, conscientes o no, sabemos que el resultado puede ser muy nutritivo, ¿cómo es que permitimos que el teatro dedicado a nuestras infancias se reduzca cada vez más a un evento esporádico de rápida digestión? Por supuesto que hay artistas y compañías que dedican su vida a las antípodas de este tipo de acontecimientos, pero me refiero a la idea popular instaurada, incluso en una comunidad tan teatrera como la de Buenos Aires de que el, mal llamado, “Teatro infantil” es solo la cita casi obligada para llenar las temidas horas de ocio durante el receso escolar. Y así se cae en producciones oportunistas, poco elaboradas o casi nada meditadas que exponen a los espectadores de baja estatura a un estímulo empujado de colores saturados, crispación y sonido a volúmenes inimaginables, que muchas veces aprovecha “los temas de moda” como cruel carnada para las desprevenidas familias. ¿Podemos permitirnos seguir siendo tan amarretes de privar a los pibes del verdadero poder nutritivo que tiene el teatro? (El autor de este artículo, acá golpea el escritorio y debe tomarse un minuto para respirar. Sepan disculpar).

Pongámonos de acuerdo, esto se lo escuché a Hugo Midón, el mundo de los pibes no solo es color y alegría. Ellos viven en la misma sociedad que nosotros y por más que queramos protegerlos, a veces por demás, de situaciones incómodas, dolorosas o de difícil explicación, están ahí. Escuchan, ven, absorben. Son testigos de discusiones, peleas, la ausencia de un ser querido, cambios inesperados, desilusiones, exigencias y frustraciones. Y todo esto, por supuesto, les afecta. Es decir, nuestros pibes tienen preocupaciones y son capaces, si los ayudamos, de reflexionar sobre ellas. ¿Qué mejor que invitarlos a hacerlo desde la seguridad que nos brinda el teatro? ¡Y además acompañados! Porque cuando llevamos a un chico al teatro, no lo dejamos solos cual pelotero y lo buscamos a la salida, nos sentamos a su lado. Entonces la experiencia debiera ser para la platea entera, de ahí mi predilección por el término “Teatro para las familias”. Compartimos un momento juntos, más seguridad aún para hacernos preguntas codo a codo. Con todo esto, lejos estoy de querer decir que el teatro debiera ser “educativo” o tratar directamente los supuestos “temas de interés social”. Para eso está la escuela, que mucho mejor lo puede hacer (el autor piensa en sus maestros y maestras y les agradece internamente). El teatro tiene la habilidad de hacer reflexionar con la emoción, no con la razón. El teatro no enseña, el teatro emociona, y un alma emocionada resulta conmovedoramente autodidacta.

¿Cómo se articula esta seguridad implícita del teatro? Con velos. Lo que sucede en escena está velado por los mecanismos del arte escénico: el movimiento, la luz, la codificación de lenguaje, el simbolismo, la metáfora, es decir: La belleza, en todas sus formas, que actúa de cortina semi-transparente que muestra y al mismo tiempo esconde, disfraza, contiene, por eso podemos absorberlo en su totalidad, sin reparos. El teatro es algo que es y, al mismo tiempo, no es. Y el interruptor para hacer creíble esa realidad expuesta lo tiene quien especta. De ahí el término “espectador activo”. El resultado es mágico, los espectadores pueden dejar entrar lo que necesitan, como un filtro natural.

Uno de esos velos es la música. Y es el velo por excelencia porque tiene un procedimiento particular: la música evade a la razón, esquiva las interpretaciones analíticas y actúa como un bypass entre los sentidos y la emoción. Una metáfora la puedo pensar, una imagen la puedo analizar, pero no puedo frenar con la razón lo que provoca la música (el autor abre Google y relee artículos sobre psicología musical y cómo esta logra el equilibrio entre los dos hemisferios del cerebro). La música es el velo perfecto, y no solo por ser el caballo de Troya de las barreras emocionales, también por poder embellecer de tal manera que lo que se percibe sea irresistible para el corazón.

“No me gusta cuando cantan en el teatro…”; “No creo en lo que está pasando…”; “Nadie canta para hablar…”; escucho decir con más frecuencia de la que me gustaría (el autor nuevamente se pone inquieto). ¿Cómo es esto posible? ¿No es creíble que un personaje cante para expresarse pero sí cuando finge ser alguien que, claramente, no es? Podemos creer que un muñeco de madera cobró vida pero, ¿dejamos de creer si el hada responsable canta para iluminar sus momentos más tristes? ¡No me vengan! Es cierto que estamos empapados de cierto estilo del género que nos resulta extraño y algo artificial, producciones generalmente angloparlantes que nos distancian por su tratamiento expositivo y muchas veces trillado, pero no podemos guardar semejante herramienta en un cajón, olvidando su poder y eficacia. Sería negar la importante presencia del teatro musical en nuestra historia. ¿Nos vamos a perder la oportunidad de contar con música?

La música funciona principalmente para profundizar con intensidad en los momentos claves de la historia. Es decir, no hace falta esparcir canciones que dilaten o adornen el relato, cuando la cosa se pone álgida, ahí entra la música para empujar a los personajes a sus emociones más intensas y estallar de alegría o embarrarse de sombras. (El autor piensa para sí “Emiliano, no seas tan extremista” y continua). Claro que también se pueden usar en momentos menos trascendentales como transiciones o enlaces, siempre y cuando no pasemos por alto las verdaderas bisagras de la obra: nada sobra cuando nada falta.

Los autores y autoras debemos escribir letras. Por más que nos cueste (es el caso de este autor), por más que tengamos que aprender a contar sílabas y gastar horas en encontrar rimas que entren en la bendita métrica. Por más que contemos con la suerte de trabajar con un músico que pueda hacer ese trabajo por nosotros. La voz hablada del personaje, debe coincidir con la voz cantada. Si inconscientemente nuestros espectadores perciben una incongruencia entre estas dos zonas, se desconectarán y lo sentirán artificial.

No solo podemos contar con palabras, podemos también aprovechar la música para narrar para los sentidos. ¿Qué siente mi personaje? ¿Qué espera? ¿Qué desea? Unas notas livianas, unos sonidos estrambóticos o un acompañamiento pesado pueden ahorrarnos estrofas enteras. El público quiere descubrir, no le expliquemos todo, nos lo va a agradecer. Dejemos espacio para las interpretaciones. Una obra de teatro debiera ser como una gran bola de espejos, esas de las discos de los años setenta, para que cada interpretación le pegue como un haz de luz y se multiplique en las más diversas direcciones. A las infancias tampoco les resultan interesantes las respuestas inequívocas.

¿Cómo hacemos para descubrir qué tipo de relato les puede interesar al piberío? Para empezar, nos tiene que interesar a nosotros. Si no es un espectáculo que a nosotros como espectadores nos consigue maravillar ¿por qué esperamos que se lo trague otro? Busquemos dentro nuestro las historias que nos resultan conmovedoras, fascinantes, inquietantes, asombrosas… o todo eso junto. Pensemos en brindarnos con amorosa honestidad y les aseguro que vamos a estar ansiosos por compartir esa platea.

En conclusión, (al autor ya se le lavó el mate), el teatro musical para las infancias, sea cual sea su edad, debiera ser una experiencia para la platea entera, que nos haga compartir la emoción a todos por igual, comprometida con sus destinatarios. Debe estar velada con belleza, para permitirse adentrarse en los bosques más oscuros. Debe ser responsable, saber de qué está hablando. Y por último, debe ser inolvidable. Nunca hago muchas distinciones cuando hablo del teatro para adultos y el teatro familiar, pero esta última me parece fundamental: cuando le hablamos a una platea con pibes, nos encontramos con una poderosa oportunidad: la de regalarles un espacio seguro para conocerse a sí mismos y que siempre va a estar ahí cuando lo necesiten. Podemos crear, entre ellos y nosotros, un recuerdo para toda la vida, uno que susurre al oído: “acá estamos, nos importás, no estás solo”.

(El autor de este artículo presiona “guardar”, revisa en su biblioteca los ejemplares de Cuadernos del Picadero y agradece la oportunidad de haber sido invitado para escribir sobre lo que más le gusta)

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BIBLIOGRAFÍA

  • Dionisi, Emiliano; 2023. El Brote. Buenos Aires: Atuel.
  • Dionisi, Emiliano; 2019. Romeo y Julieta de bolsillo y otros textos. Buenos Aires: Losada.
  • Gorlero, Pablo; 2013. Teatro Musical 1: Broadway. Buenos Aires: Emergentes Editorial.
  • Mota, Marcus; 2023. Teatro e música para todos – o Laboratório de Dramaturgia da Universidade de Brasília (1998-2021). Brasilia: Universidade de Brasilia.

 

FUENTE: Prensa Instituto Nacional del Teatro


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