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Vi a Pavlovsky por primera vez en una función de Potestad que hizo a principio de los años noventa en el pequeño Sportivo Teatral de la calle Velazco. Fue una función gratuita e informal, nacida del vínculo de amistad y complicidad artística que lo unía con nuestro maestro Ricardo Bartís. “Bartolo” había dirigido una versión inusualmente libre de su obra Telarañas y, luego, actuado junto a él, y con Elvira “Pipi” Onetto, en Pablos, dirigidos por Laura Yusem. Existe una grabación, que circula en la web, de la sorprendente apuesta actoral que fue esa obra en aquel momento. No creo que aquella función para alumnos se proyectara muy fácil para Pavlovsky. La expectativa era altísima y todos los que alguna vez hicimos funciones para las “escuelas de espectadores”, “countries” o instituciones diversas sabemos lo que es sentir que en el público pesa la mirada que lo agrupa. En este sentido, todos los allí presentes nos sentíamos parte de la apuesta escénica que por entonces afirmaba Bartís, pero aquel posicionamiento rotundo y taxativo también sabía festejar el encuentro con afinidades actorales, por lo que la corporalidad que emanó del inesperado despliegue de Pavlovsky soltó rápidamente nuestras amarras grupales y nos volvió a reunir alivianados y agradecidos en torno a él. La primera parte de Potestad era irresistible. Casi era un número cómico, un divague de tierna y cercana humanidad. Luego Pavlovsky nos contó que fue improvisada, en circunstancias que no recuerdo, ante la mirada de Norman Brisky, quien por entonces era el director. En ella, su cuerpo nos adhería rápidamente a un juego que invitaba a estimar, más que una destreza, una sensación. Una sensación desconcertante que llevaba la vida escénica más allá de nuestro juego. Un “más allá” que, fuera de las reglas y recursos con los que nos solemos parar o nos suelen enseñar a hacerlo, se iluminaba por la zona en la que él nos ofrecía su cuerpo. Una zona que, valga el juego de palabras, estaba mucho más acá de lo que hubiéramos podido sospechar. Allí Pavlovsky nos invitaba y honraba como partícipes de una experiencia a la que él se llevaba llevándonos.
La emoción que vuelvo a sentir al evocarlo me encuentra hoy pudiendo poner en palabras el planteo existencial que su cuerpo despertó en el mío. Me interpeló directamente la percepción respecto a la sensación que yo mismo me podía brindar en el momento de actuar. ¿Qué manera de vivir hay en tu actuación?, preguntaba la suya, mientras la libertad que compartía su cuerpo me permitía sentir las ataduras del mío. Mi respuesta fue la sensación que atravesó por igual a mi actuación y a la persona que se la estaba procurando. En aquel momento, no era clara ni buena, pero habilitaba un proceso. Avanzar en la plenitud de la respuesta podía convertirse en el sentido de tener un cuerpo dentro y fuera de la actuación.
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Pavlovsky era un cuerpo de gran envergadura: enorme porte, rostro y sonido, pero, fundamentalmente, pleno habitante de su inmensidad. No todos los cuerpos grandes lo parecen ni todos los cuerpos pequeños lo son. Pavlovsky tenía la pregnancia que nace del disfrute desembozado de su juego visual y sonoro. Eso lo hacía del tamaño que va desde su piel hasta el ingreso en nuestros oídos y ojos. En él, estábamos presentes y estimados por la manera concreta y sensorial con la que nos brindaba el acontecer abundante, calmo, sutil y continuo de su cuerpo. Un cuerpo que, en vez de avanzar sobre lo sabido, memorizado y pautado, lo diluía en el incuantificable existir que emergía del contacto de su expresión y nuestra percepción. Allí nos jugaba, en los ojos, una extraña y blanda indefinición del movimiento que se desplegaba entre un traer y escapar, estabilizar e irrumpir, aceptar lo esperable y quebrar en extrañas derivaciones. Bailaba su actuación acompasando su rostro y sus manos en gestos paraverbales, continuos, cómicos y sutiles.
Ojos, boca y dedos eran las terminaciones de un movimiento acuático de su carne y su voz que nos brindaba una grata sensación de blandura y actualidad. Una voz de vibración generosa, ancha y un poco ronca; con una manera de hablar aristocrática, porteña, juguetona, capaz de dar blandura a la dureza de la procedencia literaria de las palabras. Palabras de las que era el autor, pero que, paradójicamente, perdían importancia en la danza a la que eran sumadas. El Pavlovsky actor difuminaba al Pavlovsky dramaturgo. Pavlovsky actor sabía que, siendo autor, había escrito eso en su escritorio, y que, ya estando en escena, no tenía por qué sujetarse completamente a esa precedencia. Allí era un cuerpo presente que disponía de una cantidad infinitamente mayor de acontecimientos y condiciones perceptivas de decisión. Era una corporalidad en vínculo directo que no buscaba encarnar ni personificar la letra; podríamos llamar a su despliegue “personalidad escénica”, para entenderlo directamente como una manera de vivir. Porque, estrictamente hablando, Pavlovsky no inventó un “Teatro” –esa es una necesidad de instituciones o negocios que precisan variar los cuerpos, pero mantener los valores trascendentes–, inventó algo anterior y mucho más profundo: una actuación como experiencia de libertad. Una que solo sucede y se verifica entre un cuerpo y otro, y que, si dejamos que se nos transfunda, puede cambiar la manera en que la organización de nuestra vida habilita al cuerpo con el que queremos vivir y actuar.
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Contrariamente a “Tato”, los actores no solemos creer que una actuación sea ni pueda tanto. Por eso, entre muchas otras cosas a las que nos adaptamos, está la de asumir el texto como una “obra”: una lógica inexorable que llega para la comprensión, memorización y ejecución. No nos permitimos pensar en la posibilidad de que eso pueda tener problemas escénicos por el simple hecho de haber sido generado dentro de una lógica sólo verbal y, por ende, más estrecha que nuestra humanidad. Menos se piensa, aun, que podamos ser un aporte autorizado para evaluar el ingreso adecuado de esa exterioridad a través de nuestro cuerpo. Los actores no contamos con la “autoridad” que emanaría de ser el habitante nativo de la situación escénica, con una capacidad narrativa que trabaje con la totalidad de la percepción y, por ende, conocedora de la manera en la que los materiales que exacerban la presencia verbal pueden ingresar más noblemente al escenario. Todo lo contrario: solemos estar frente al texto como ante aquello que nos autoriza a entrar y estar con nuestra actuación en el Teatro.
Por eso debemos padecer como un problema propio, la dureza y la explicitación verbal que llega desde la silla del autor. Podrá estar en juego nuestra idoneidad antes que la viabilidad de ese elemento literario. Naturalizamos actuar sobresaturados de palabras, apurados al hablar y sin intención de escucha. La posibilidad de que nuestro juego escénico goce de la totalidad de las posibilidades perceptivas que tenemos como seres humanos para estar allí presentes y reunidos debe ser descartada. Debemos aceptar perder nuestra humanidad en favor de la idea de humanidad que refiere la letra, y buscar en el reconocimiento de nuestra destreza individual el sentido de actuar.
Por eso pensar, aquí, en la actuación de Pavlovsky es dar cuenta de otra envergadura posible para otra experiencia de vida que puede ser actuar. Una experiencia que, lejos de estar dada, depende de un desajuste, a la vez humano y artístico, como condición de encuentro: cuerpos conscientes de que la carga literaria, ideológica, temática, intelectual, hábil, formal, escenográfica, tecnológica, espacial, mediática, estética, erudita y demás recursos que intentan impactar en el público, nos aíslan con ideas, reducen la vinculación perceptiva y limitan el disfrute de la humanidad de nuestro juego. La cuestión no se reduce a estar a favor o en contra del texto, se trata de si, con o sin él, los actores logramos generar experiencias en las que la totalidad de nuestras capacidades expresivas sean el acontecer que constituye el fenómeno escénico que nos damos y compartimos; si antes que actores, podemos ser personas en cuyos cuerpos se expresa el deseo de unión de unos seres que realmente se hablan, escuchan y callan juntos. Pero sucede, en general, que los autores, los directores y los actores mismos no estimamos tanto al actor como Pavlovsky estimaba al actor que era. Su modo de compartirse era una condición inextirpable de la consistencia ficcional del fenómeno escénico que quería generar. Su actuación quería y debía darse una autoridad que albergara y excediera su propia referencia literaria para lograr, hasta donde más pudiera, que la fuente racional del acontecer externo entrara con su cuerpo en el juego incuantificable de nuestra percepción.
Su “personalidad escénica” quería lograr que suceda humanamente más que lo “interpretable” dentro de un dispositivo interpretativo. No siempre lo lograba; muy frecuentemente era vencido por enormes pasajes en los que el peso de su contenido ideológico generaba un grado de solemnidad y complicidad social que lo relegaba atrás de sus palabras como a cualquier buen intérprete. Su expresión debía intentar manejar una capacidad de libertad que no siempre el propio dispositivo teatral le admitía. En los momentos que lograba hacerse lugar con su exceso blando y continuo, entraban los acontecimientos que nos hacían sentirlo un ser humano entre seres humanos, convirtiéndonos en testigos de una experiencia de actuación con la excusa de una obra de Teatro. De esa valiente y gozosa estimación de la zona de contacto, nació la dimensión del sentido vincular que lo hermana con Fidel Pintos y lo separa de Beckett. Querer que esa zona de contacto sea una experiencia posible es el único deseo que puede decidir condiciones de encuentro y ensayo que habiliten la calma, intimidad y honestidad, en las que nuestra percepción pueda generar el acontecer que oriente y junte nuestros cuerpos en vida y ficción. Quizás la libertad corporal de nuestra actuación y de cualquier otra actividad de esta época se esté jugando en la concreción de un deseo de unión que apague los requisitos y presiones del mundo, y abra la posibilidad de compartir, mucho antes que un diálogo, una escucha.
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Pavlovsky fue consciente de las condiciones que propiciaban la humanización del contacto. Sabía que para que su cuerpo se desajuste del Teatro debía desajustarse del modo de reunión productivista. Eso se puede ver en la amistad como cualidad vincular de las personas con las que ensayaba y vivía, en sus tiempos de ensayo, en todo el pensamiento que desarrolló en torno a la experiencia del cuerpo y en la decisión de no trabajar en teatros estatales ni en producciones comerciales. La zona en la que Pavlovsky se paraba para actuar era también su manera de pararse y reunirse en el mundo. Él sabía que la libertad de los cuerpos y su unión quedarían desactivadas con la presión comercial o el reconocimiento estatal. Su actuación, antes que un “don” o un “talento”, era una manera de vivir fuera y dentro de la escena. Para muchos, su postura era –y es– demasiado exigente o exagerada; para él, al estar en juego la libertad, era la delimitación del tipo de vincularidad en la que podía reinar el sentido corporal del encuentro y actuar de la manera que aquí ponderamos.
Desde aquella pregunta a la que me invitaba el cuerpo de Pavlovsky, y el de tanto otros desajustados, fui entendiendo que, al igual que el resto de las personas, los actores ofrecemos el cuerpo de la vida que nos estamos pudiendo dar. No podemos darle a nuestro cuerpo una actuación que nos haga vivir de una manera diferente a la vida que estamos teniendo, porque siempre actuamos junto a colegas con los que nos reúne una manera de vivir. De la conciencia que podamos manejar respecto de lo que le propone el mundo a nuestro cuerpo y vínculos, y de nuestra capacidad de juntarnos para vivirnos de otra manera, dependerá el monto de libertad y unión que podremos intentar darnos, expresar y compartir.
Generar condiciones de encuentro en beneficio de la humanización de la experiencia nunca es una decisión de producción, es una necesidad de actores que conocen el disfrute que nace al bajarse del mundo. Allí comienza la posibilidad de actuar y vivir, asumiendo nuestro cuerpo y vínculos como la zona del acontecer donde encontrarnos y compartirnos. Llevar la propia actuación y vida por fuera del aislamiento que genera el reconocimiento y la competencia del sentido productivo es afirmar el amor y la libertad como sensación que orienta y verifica el sentido de juntarse para hacer bastante más que actuar, y no perdernos la única razón por la que querer desajustarnos juntos y estar más vivos dentro y fuera de la actuación. “Maneras de actuar, maneras de vivir”.
Pavlovsky, junto a Susana Evans, su compañera, al actuar el amoroso silencio de su escucha, nos regalaron aquella función de Potestad de la misma manera que lo hicieron varias veces en la Facultad de Psicología a plena luz del sol y seguramente en otros lugares en los que sus actuaciones se saciaban sin necesitar más que gente para compartirse. Lo que sus cuerpos nos habilitaron vivir y pensar no podrá ser rastreado en sus restos literarios, pero sí está relativamente inmortalizado en un par de registros audiovisuales de aquella obra, que podemos encontrar en Internet. Allí se sigue repitiendo la lucha entre el cuerpo y la idea, quizás la única que tiene sentido para la actuación, el arte y la vida. Son tremendamente pocas las ocasiones en que, como en Pavlovsky, gana el cuerpo. Gracias Tato por invitarme a perder por mis propias limitaciones, intentando que mi cuerpo y el de los amigos de esta aventura no resignemos la vida que quita el Teatro y la expandamos en la habilitación perceptiva, afectiva y vincular que puede ser la actuación y la vida.
MINI – BIO
Alejandro Catalán es actor, docente y director. Como actor, se ha destacado en El pecado que no se puede nombrar y El corte, ambas de Ricardo Bartís. También participó de Circonegro junto al Periférico de objetos, y en Cercano oriente (“La caja”), junto a Luis Machín. Como director, ha realizado Foz, Amar, Dos minas. Actualmente, se encuentra realizando funciones de Titanes, junto a Pablo De Nito.
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