EDITORIAL

En la narrativa geológica de la Patagonia una teoría sorprendente y perturbadora plantea que esta región fue, remotamente en el tiempo, una isla errante o, más bien, un continente a la deriva que en una colisión titánica con la placa sudamericana produjo una sutura, que ligó su destino al del continente americano. Algo parecido a lo que sucedió con la India y Asia.

Esta tesis fue postulada, por primera vez en 1984, en Bariloche por el prestigioso geólogo argentino Víctor Ramos y con el tiempo ha ido cobrando cada vez más fuerza, a partir de las pruebas empíricas.

El arco magmático a la altura del río Colorado y los testigos fósiles, que vinculan a nuestra región con la Antártida y la distinguen del resto de Sudamérica, son algunas de las evidencias que sostienen y añaden capas de autenticidad al carácter alóctono de la Patagonia.

La teoría deja a esta región bajo la forma espectral de lo que está presente, al mismo tiempo que no es de aquí. Ya había sospechado algo de esto, por razones diferentes, el Perito Moreno, al observar que los nothofagus (ñires, lengas y coihues), especies endémicas de la Patagonia, estaban de modo inexplicable emparentados con especies de la misma familia en Nueva Zelanda y Australia y, de ninguna manera, con la flora sudamericana.

Dentro de esta región adherida provisoriamente a un continente, la eternal deriva de las cosas hizo que en el sudeste de Río Negro y el noreste de Chubut, se erigiera, producto de insondables procesos volcánicos, la fascinante meseta de Somuncurá.

Una altiplanicie del  tamaño de Tucumán, con forma de ameba, entre cuyos seudópodos nacen numerosos y hechizantes cañadones. Lugar sagrado para los tehuelches donde el silencio arranca el habla de las piedras y le impone su nombre para la eternidad. Territorio dominado por Yamnago, su diosa y dueña autopetrificada a la que hay que procurar para ir en travesía o para la caza del guanaco.

Cuando la Patagonia ya estaba ligada al continente americano, Somuncurá también fue circunstancialmente una isla entre el avance y retroceso oceánico.

Lo más sorprendente con todo esto es que, aún en la actualidad, tanto la Patagonia en su conjunto como la meseta de Somuncurá, siguen comportándose como islas fantasmáticas reminiscentes, de características singulares, especiales y desconectadas de todo lo que lo rodea.

Así, sobre la oceánica estepa patagónica se levanta con su carne de basalto Somuncurá, como una negación de la negación, en tanto aislamiento dentro de lo aislado y se constituye misteriosamente en un lugar de endemismos, es decir, aislamientos vivos de flora y fauna que solo pueden encontrarse en este lugar.

Algunos  lagartos y ranas, un coirón, un tipo de malvácea, una libélula y un caracol son algunos de los ejemplares singularmente somuncurenses. Pero dentro de todas esas especies de plantas y animales hay una que es un verdadero milagro acuático: la mojarra desnuda. La mojarra desnuda vive en las estribaciones del norte de la meseta en, y solo en, las nacientes del arroyo Valcheta, en un paraje llamado Chipauquil.

Este paraje sería indistinto de otros tantos similares si no lo habitara la mojarra. Su presencia desafía la lógica biogeográfica, siendo la especie más austral de su linaje. Casi como una contradicción en sí misma, la mojarra desnuda, vive en un clima frío perteneciendo a una familia de peces tropicales o subtropicales que es inviable en aguas con temperaturas menores a diecisiete grados. Su existencia en la zona sería inexplicable, entonces, si no fuera (y aquí viene lo milagroso) que la mojarra vive adaptada en los cursos de agua producidos por pequeños manantiales termales.

Este pequeño oasis calórico, apenas está compuesto por algunos chorrillos y modestos pozones. Es decir, que la mojarra es una especie microendémica, circunscrita y restringida a unos diminutos enclaves desconectados de las características ecológicas generales actuales de la meseta. Esto hace pensar que la permanencia en el lugar ha estado siempre condicionada al nivel térmico allí imperante, que le ha posibilitado su supervivencia en forma relictual a través del tiempo.

Esta mojarra de pequeño tamaño está declarada, con justicia, monumento natural y su característica más notable y que explica su nombre es la reabsorción de sus escamas en la fase adulta de su desarrollo.

Esa falta de escamas en la adultez, que le da una apariencia dorada verduzca y semi transparente vista de perfil, algunos biólogos la atribuyen a una adaptación por falta de depredadores aunque popularmente se la suele asociar a cierta condición de subterraneidad que tendrían las mojarras, ya que al decir de muchos, los pequeños peces salen de las entrañas mismas de la tierra con las aguas termales.

Lo cierto es que en su microcosmos fascinante, las mojarras han viajado millones de años como fósiles vivos o rémoras de un pasado cálido de esta zona de la Patagonia. Porque es fácil suponer que el cambio geográfico y climático de otra época las puso en camino de extinguirse, pero la suerte hizo que se encontraran en su retroceso mortal con estas aguas termales. Se salvaron, pero quedaron aisladas y acotadas a este pequeñísimo lugar, especiándose atrapadas para siempre, siempre y cuando el agua siga surgiendo cálida.

Sin poder alejarse arroyo abajo, donde el agua se enfría, y aferradas a esas fuentes providenciales que les permitieron la sobrevida, han desarrollado una fuerza de nado a contracorriente sorprendente para remontar incluso caídas de cuarenta y cinco grados hacia las surgientes calientes. Sísifos con aletas cuyas piedras son las propias condiciones de exigencia de temperatura, que les impide alejarse unos pocos metros de las fuentes salvíficas.

Hoy la mojarra, sin embargo, está seriamente amenazada y más condicionada aún que por su tragedia natural, por la acción del hombre, debido a la introducción de truchas y otros peces en el arroyo Valcheta, tanto como por el pisoteo del ganado de cría.

Aisladas, como la meseta y como la Patagonia misma, despojadas y aferradas al ínfimo fragmento de su paraíso perdido, las mojarras desnudas son una maravillosa metáfora de la existencia misma y la intemperie que rodea a los existentes. Desnudas de escamas y de cualquier otra protección, su derrotero expresa esa precariedad donde la vida resiste insularmente al desierto frío de la eternidad, contraponiéndole su tiempo tibio, desafiando el absoluto integrador con su tenaz singularidad minúscula.

La presencia mínima de los cardúmenes movedizos de mojarras desnudas recuerda de alguna manera que la vida encuentra maneras extraordinarias de persistir y lo intenta todo antes de desaparecer y extinguirse. Y ver a estos peces en su última trinchera es tan conmovedor que, arrastrado por una ridícula proyección antropomórfica, pienso que sabiéndose en riesgo en su estadía sobre esa meseta y bajo ese cielo, como nosotros, las mojarras resisten desde la absurda fragilidad de su existencia en espera de los dioses.

 

FUENTE: Prensa Universitaria UTN TDF / Editorial del Licenciado Fabio Seleme

Secretario de Cultura y Extensión Universitaria de la Facultad Regional Tierra del Fuego de la 

Universidad Tecnológica Nacional.


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