
Está tal cual se conocieron. Como lo viste por primera vez. Está como en aquel billete de mil pesos. El marrón. Peso Ley 18.888. Salvo el perfil izquierdo, está igual. Vos lo conociste así: ya grande. De edad. Y cargado de ceros. El de diez mil colorado ladrillo. Y durante el peso argentino en los de uno, cinco, diez, cincuenta, cien, quinientos y otra vez mil. Billete verde claro que, con un sello al frente y otro atrás, pasó a ser de forma provisional un austral. Lo mismo con el azul oscuro de otras épocas (diez mil australes), el negro (cincuenta mil australes) y el rosa para los quinientos mil cuando ya estabas terminando el secundario.
Pero no nos adelantemos.
Volvamos al rostro de aquel billete de mil pesos.
El marrón.
Le preguntaste a tu papá quién era y te respondió: un prócer. No sabías tampoco qué era eso y te explicaron que era como un héroe. Un héroe de la patria. Un héroe argentino. Y que así como se hacían estatuas, pinturas, películas y canciones sobre ellos, también se los homenajeaba poniendo sus caras en los billetes. Tu mamá te dijo que en la plaza de Morón lo tendrías que haber visto. ¿En dónde?, le preguntaste. Ahí, a caballo y apuntando con la espada para el lado de la avenida Yrigoyen. Y que esa calle por la que bajaba el 317 para volver a tu casa se llamaba como él.
Pero para vos el de la estatua era otro.
Y no solo porque usara sombrero.
En el póster de Billiken —¿o habrá sido de una Anteojito?— que habían puesto en el patio del jardín de infantes, ni bien habían terminado las vacaciones de invierno, miraba del mismo lado que en los billetes. Pero estaba enmarcado entre laureles, llevaba puesto un uniforme militar, usaba patillas, no tenía bigote, su pelo era negro y él era joven. Tu hermano te contó que en su salita había otro póster con él como estaba en los billetes. La cabeza blanca y el bigote nevado. Mientras ibas en fila para tu salón, la puerta de la salita roja estaba abierta. Cogoteaste y era verdad lo que te había dicho tu hermanito. Ahí estaba él. Ya abuelo. La misma imagen por la que estás escribiendo estas líneas. Esa fotografía antigua que mucho-mucho pero mucho tiempo después te venís a enterar de que es un daguerrotipo. Y de que no son lo mismo. A no confundir.
Te tocó hacer del General cuando estabas en cuarto grado. Con sombrero, espada y caballo blanco para cruzar los Andes; acompañado por el resto de tus compañeros haciendo de granaderos. Al año siguiente lo interpretó, como en los billetes y en el daguerrotipo, un compañerito de tu hermano; Orlando Centurión. Cachito. Cachito hizo de Don José. Un Don José inolvidable para esa escuela en donde hicieron la primaria. Usaba blazer negro; le habían puesto talco en la cabeza para que parecieran canas y un bigote de algodón, y encima su maestra le supo indicar que se metiera una mano adentro del blazer. Como lo hacía Napoleón, le pidió.
¿Napoleón?
A Napoleón lo sentiste nombrar por primera vez también por una imagen. Por una foto. Y por una pilcha en particular. La foto que más quiere tu mamá de tu papá. En la que él se está haciendo el lindo. Un Jockey encendido con dos dedos, durante un día bien frío y tan gris como esa fotografía. Con su saquito Napoleón, te explicó tu mamá. Un saco idéntico al que está usando San Martín en su daguerrotipo. Uno como el que lleva, con más onda imposible, el escritor Ted Lewis en una de sus pocas imágenes retratadas. Principios de la década del setenta para tu papá y para Ted Lewis. Que curten el look del General a sus setenta años exactos, cuando lo captaron de esa manera allá en París en 1848.
Los tres retratos ausentes de colores.
El único que sonríe de oreja a oreja es el escritor. Con un cigarrillo colgado de los labios. Pareciera que lo tiene pegado en la boca.
Tu papá posa con mirada intensa para parecer más recio e interesante: la foto la estaba sacando tu mamá.
Y el General está serio posiblemente porque se sintiera incómodo. Obligado a hacer algo que no quería. Porque se lo prometió a Merceditas. ¡Las cosas que uno hace por los hijos! San Martín parece molesto. Quizás por los procedimientos para tomar el daguerrotipo en esa época. Usando un saco con un corte y una mano en un gesto con el que imita a uno de sus máximos ídolos, a otro militar al que admiró profundamente.
Obvio.
Napoleón.
¿Y, en aquel entonces, qué sabías de Napoleón además de que les dio nombre a una prenda y a una pose?
Pensalo.
Te escucho.
Sabías que, en los dibujitos animados de la época, como La pantera Rosa, Bugs Bunny o Tom y Jerry, cuando aparecía una caricatura ridiculizando a Napoleón (con la mano adentro del saco, el sombrero chingado y a medio caer, los ojos bizcos y la lengua colgada y larga como una corbata a un costado de la boca) la usaban para hablar de un personaje que estuviera loco, chiflado. Un incomprendido. O alguien con delirios de grandeza. Casi siempre petiso.
Entonces, ¿San Martín, Ted Lewis y tu papá estaban para internarlos?
Usar sacos Napoleón no es lo mismo que ponerse chalecos de fuerza.
Y no necesariamente hay que ser loco para convertirse en héroe. Pero un poco hay que estarlo. ¿No es así? Además de tener Fe. Y un par de convicciones. Soñar y poseer coraje. No será la combinación ganadora definitiva. Pero nadie se arrepiente de ser valiente. No lo asegura con estas palabras exactas José Luis Cosmelli Ibáñez en su Historia 5 de Kapelusz. Aunque algo de eso hay en ese texto cuando habla de San Martín y su expedición. Nadie normal, nadie en su sano juicio cruza una cordillera a pie. Y así como un loco reconoce a otro, por algo lo siguieron, y no solo subordinados. Al General lo soldadeó el pueblo.
Vas a crecer. Vas a seguir estudiando. Vas a tener un profesor en la secundaria y, sobre todo, otro en la universidad que te van a hablar con un amor y una pasión sobre el general San Martín que te van a hacerlo sentir de otra forma. Mucho-mucho más cercana. Al humanizarlo vas a encontrar en él todo lo extraordinario que supo anidar en esa persona para lograr todo lo que hizo. En ese viejito incómodo en el daguerrotipo, manoseado en tantos billetes de diferentes denominaciones y que, así y todo, aún conservaba esa mirada de héroe. Esos ojos por donde se le veía transparente el alma. Ojos con los que, al posarlos en otros mortales, los convencía para que se sumaran a su causa.
Seguramente tu mamá aún conserva esa foto de tu papá. Como el saco Napoleón enfundado y en una percha en el ropero de ellos. Un saco que ya no le debe entrar, y vaya uno a saber si algún cristiano en este planeta sería capaz de usarlo hoy. En tu biblioteca, sobreviviendo a varias mudanzas, siguen estando las dos novelas de Ted Lewis. Ambos libros en sus respectivas solapas, por más que sean títulos diferentes, con la misma foto del autor sonriendo y con el cigarrillo pegado en la comisura de sus labios y un saco que le queda tan canchero como ese mismo modelo a tu papá. Y tal cual lo conociste en todos esos billetes que circularon en nuestro país, tal cual lo observaste en aquella lámina de Billiken o Anteojito en la salita de jardín de infantes de tu hermano, el daguerrotipo original que se tomó —dos años antes de su muerte— Don José para su cumpleaños número setenta allá en Francia está en nuestro Museo Histórico Nacional.
FUENTE: Ministerio de Cultura de la Nación.
¡Comentá! ¡Escribinos!
Debes estar conectado para dejar un comentario.